Uganda

En las selvas de Uganda, las plantas crecen con descaro, como si quisiesen ocupar todo el espacio. Los caminos, que a menudo no son más que una línea delgada entre la vegetación, terminan por desaparecer por completo. Sólo se escuchan los silbidos de algunas aves, que acompañan al sonido de las chicharras. Así es el hogar de los últimos gorilas de montaña que quedan en el mundo, que han aprendido a vivir en medio de toda esta vegetación, de todo este bosque exuberante.

Lo primero que suele sorprendernos es el tamaño de los gorilas de montaña. Esas manos enormes, de aspecto poderoso. Esos brazos musculosos, recubiertos de un pelaje oscuro, denso, brillante. Pero, a menudo, el sobresalto de los primeros minutos enseguida se convierte en quietud. Pese a su aspecto, nos damos cuenta de que son unos animales apacibles. Unos gigantes tranquilos. Y entonces podemos sentarnos en el suelo para observarles en silencio, fijándonos en los pequeños detalles. El macho dominante come mientras mira con una actitud paternalista al resto del grupo, siempre preparado para protegerles. Las hembras transportan a los bebés más pequeños montados en sus espaldas. Los jóvenes se nos acercan con curiosidad, observándonos con unos ojos redondos, marrones, que parecen desproporcionadamente grandes para el tamaño de sus cabezas peludas. O exploran por primera vez, con torpeza, su entorno. Trepan árboles bajos. Pierden el equilibrio. Cometen errores para aprender poco a poco de ellos, mientras nosotros nos emocionamos a su lado.