Kenia

Alrededor de 1,3 millones de ñus —unos antílopes extraños, oscuros, con barbas desgreñadas, enormes jorobas detrás de los hombros— han recorrido medio millar de kilómetros para llegar a los pastos del Masái Mara, en el suroeste keniano. Están a pocos metros de conseguir el objetivo que les empujó a empezar su peligroso viaje, que repiten todos los años. Pero aún deben superar un último obstáculo: los ríos que separan estas sabanas verdes con las del Serengueti, en el norte de Tanzania. Están nerviosos. Algunos de ellos se mueven de un lado a otro. Inmóviles, otros simplemente miran el río desde lo alto de un talud. Saben que, ocultos en ese río marrón, repleto de sedimentos naturales, les esperan peligros como los cocodrilos del Nilo, unos gigantes de hasta seis metros de largo. Pero si uno de estos ñus termina por vencer al miedo y salta al vacío, los demás le seguirán. Rápidamente, arrancarán una humareda de polvo. El aire se llenará de sus sonidos —una especie de mugido grave—. De sus chapoteos. De su miedo.

Este pulso entre el nerviosismo colectivo de los ñus contra su instinto de avanzar es parte de una de las mayores migraciones terrestres de nuestro planeta. Y uno de los secretos que explican la enorme biodiversidad del suroeste de Kenia. Este ecosistema complejo se extiende durante centenares de kilómetros. Si los herbívoros permaneciesen en el mismo sitio, la hierba desaparecería. Sus poblaciones no podrían crecer, limitadas por la disponibilidad de alimentos. Y los depredadores también se quedarían sin sustento. Sin embargo, en esta esquina del este de África, los movimientos estacionales de animales permiten que la hierba se regenere de una temporada a otra, creando uno de los santuarios naturales más importantes del continente. Pero este no es el único espectáculo extraordinario que podemos observar en Kenia.